El mundo se está moviendo a pasos agigantados. Los gobiernos, las instituciones y los ciudadanos perciben de forma directa el cambio en la tecnología. Los optimistas definen este proceso como progreso tecnológico y lo avizoran como el pasaje de una sociedad moderna a otra aún más moderna, aunque las incertidumbres no se descartan. Pero también están los menos optimistas, que miran el acelerado cambio en el área con temor; como un viraje negativo, como una consecuencia del capitalismo en modo salvaje.

Para los menos optimistas, esta discusión, sin lugar a duda, resulta apetitosa. En estos tiempos, los cambios tecnológicos han sido aprovechados por los gobiernos de izquierda para atacar al capitalismo; argumentan que esas transformaciones están agrandando la brecha de desigualdad social existente, además de aumentar la exclusión y la pobreza.

¡Eso no es verdad!

Lo que sí es cierto es que la aceleración tecnológica impone cada vez más lo inevitable, la integración y el dinamismo de una nueva sociedad articulada con el desarrollo de la tecnología; una sociedad donde la “inteligencia política” se impone para gobernar de forma eficiente. El proceso de adaptación a la cuarta revolución industrial que han iniciado muchos países desde hace varios años, así lo demuestra. La digitalización se implanta como uno de los imperativos de esta sociedad; dinamizando, incluso, la actuación y los planes de los gobiernos así como las expectativas sociales.

Desde hace ya algún tiempo, los países industrializados y emergentes vienen haciendo ajustes para adaptarse al nuevo fenómeno. Esto ha venido ocurriendo en los niveles estratégico, organizativo y operativo de las políticas públicas, fundamentalmente en los campos de la educación, la ciencia, la tecnología e innovación. Gracias al desarrollo de la investigación se pronostica que la inteligencia artificial proporcionará, en 10 años, más de 15,7 trillones de dólares adicionales a la economía global.

En un artículo publicado en El Nacional (2 de enero de 2018) titulado: 2017 y la política de innovación sin innovación política”, se mencionaba que este sería un año determinante para los países de América Latina en su intención de transitar hacia la innovación. Ello se fundamenta en que la velocidad del cambio tecnológico está ocurriendo con relevante singularidad. Y es que se están presentando varios tipos de transformaciones en el área al mismo tiempo, lo que causa, entre otras cosas, que las economías hayan tenido que adaptarse rápidamente para asimilar esos procesos, transformando tanto su actuación frente a los patrones de consumo existente como su actuación en la dinámica de la demanda-oferta de productos.

En este contexto, se observa que en los países menos desarrollados se restringen las posibilidades de vincular capacidades tecnológicas con nuevos mercados, debido a que no existe obra innovativa endógena suficiente. Pero, además, se limitan las opciones de estos países de poder transitar hacia un proceso de adaptación tecnológica razonable.

Las argumentaciones más actuales sobre estos impedimentos resultan ser múltiples en la región latinoamericana. Las explicaciones van desde el permanente cambio de políticas y de gobiernos –característica esta que se ha hecho presente en este 2018– en países como Chile y Paraguay y pronto en Colombia y México, hasta la presencia de marcadas resistencias ideológicas como en los casos de Bolivia, Nicaragua, Cuba y Venezuela, que no permiten la constitución de “gobiernos inteligentes” y que impiden crear las bases para la innovación nacional. Además, se observa la insistencia de otras naciones en no reconocer que es imposible asistir a una nueva revolución tecnológica, sin siquiera haber terminado de transitar la primera, o lo que es lo mismo, sin siquiera haber logrado crear la base de conocimiento inicial necesaria. A esto se suman los problemas conceptuales que impiden definir la política económica de un país, como ocurre con la industrialización. Tales son los casos de Ecuador, Perú y Colombia.

No es verdad que la región lo tiene todo porque posee riquezas en petróleo, gas, minerales y tierra cultivable, entre otros. La verdad es que los países de América Latina tienen muy poco en el contexto de la economía real. Existe poco beneficio derivado del valor agregado que debieran incluir las riquezas que estas naciones poseen.

La complejidad de los problemas que atraviesa la región no se podría resolver tampoco con ayuda financiera internacional para desarrollar mejores políticas industriales; invertir en infraestructura, integrar cluster industriales o zonas especiales de producción o crear nuevos mercados de capital. Muy probablemente esto no servirá, si la política industrial no se centra en evaluar las condiciones en que se produce y se desarrolla el conocimiento.

Y es aquí donde la educación, la ciencia y la investigación no pueden continuar siendo artículos de preferencia política para proteger la moral gubernamental y ciudadana de un país. Este es un lugar de discusión muy poco frecuentado. Habrá, por eso, que asistir a la destrucción creativa, que para este caso, tendrá que ser abordada primero desde la política y confrontando necesariamente la economía del viejo tiempo. Es por lo tanto, a partir de la destrucción creativa desde donde se podría evitar mayor atraso.


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