Una de las características destacadas de la dinámica colombiana a lo largo de su historia ha sido la de contar con una impecable tradición legal. Ello no ha impedido, sin embargo, que Colombia haya pasado a ser considerada, por terceros y por propios, como un país invadido por la corrupción a nivel gubernamental.

Al comparar al vecino país con la Venezuela chavista, cualquier hallazgo en materia de falta de probidad en el manejo de los dineros públicos en Colombia es pálido al lado de las atrocidades que se están haciendo protuberantes en relación con los personeros de gobierno venezolano en ejercicio y de sus colaboradores y socios.

Sin embargo, es a Colombia a quien el reconocido medio Financial Times le ha destinado un importante espacio para destacar los desvíos visibles en el vecino país y sus razones. Este artículo publicado hace unas semanas reconoce el legalismo que es el sello del país colombiano, pero le atribuye a la politización de la justicia las deficiencias que esta experimenta y las desviaciones que se producen con frecuencia inusitada.

El proceso de selección de cargos públicos con un marcado tinte político en prácticamente todas las instancias de la administración estatal y regional es lo que promueve los negociados, el soborno, las preferencias en las contrataciones y todo tipo de crímenes contra el erario nacional. Ello, unido a la proliferación de instancias judiciales que es la regla en el país neogranadino, son sellos distintivos de la administración colombiana y actúan de tal manera que hacen fértil el terreno para la proliferación de casos como los de Odebrecht, que tuvo en Colombia cifras abultadísimas y gravitación determinante y superior a la de otros países del continente.

Es cierto que es un país en el que conviven varios tribunales superiores: un Tribunal Constitucional, un Tribunal Supremo, un Consejo de Estado, un Tribunal Electoral y un Consejo Judicial Nacional para investigar a los jueces.

Simplificar todo ese complejo entramado, que multiplica y facilita las instancias para producir hechos corruptos, es otra de las tareas difíciles que le tocarán al presidente recién estrenado.

Iván Duque, de igual manera, deberá observar con lente de aumento un nuevo elemento y una nueva instancia superior que serán caldo de cultivo ideal para irregularidades: el nuevo sistema judicial especial creado para dirimir los asuntos del proceso de paz conocido como JEP, Justicia Especial para la Paz, en el que se debatirán las particularidades de los crímenes de guerra del conflicto armado. Este es el sexto tribunal superior con el que habrá que lidiar. ¿Quiere alguien emprender el ejercicio mental de cálculo de cuánto dinero proveniente del narcotráfico se pondrá en circulación para la compra de conciencias?

El nuevo mandatario no ha dejado el tema para mañana consciente de que en el ánimo de sus conciudadanos la probidad es un elemento clave de los procesos eleccionarios, pues, en efecto, hoy solo 1 de cada 10 colombianos considera que su sistema judicial es probo, cuando hace una década la mitad del país confiaba en su justicia. Estas cifras son de la propia Fiscalía colombiana y lo que ponen de bulto es la desconfianza de la población en sus instituciones.

Lo deseable sería que este presidente, con el empuje del arranque, dedique un máximo esfuerzo a fabricarle al país, desde 0, todo un sistema de justicia sustitutivo del alambicado régimen actual, que sea sencillo, pero a prueba de balas. El sistema de justicia de todo país debe ser el mayor al árbitro de la ley y este no es el caso sino en contados países del continente. Sin embargo, países como Chile se han acercado bastante a lo ideal.

La corrupción se hizo endémica en Colombia –eso es una realidad– pero existe conciencia en los círculos del nuevo jefe del Estado de la gravedad del hecho y de la importancia del fortalecimiento de las instituciones en un país que desea reinventarse después de una guerra de medio siglo.  


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