El sentimiento antiamericano, el antimundialismo que no reconoce en la libre circulación de bienes de consumo y de personas una realidad inexorable de los tiempos actuales, la aprensión antiliberal de tan vieja data en la confrontación de ideas y de modelos socio-políticos alternativos a las monarquías seculares europeas son lugares comunes en las izquierdas hispanoamericanas, las mismas que quieren seguir siendo “ineptas con buena conciencia”, como dirían Mendoza, Montaner y Vargas Llosa, o aquellas que todavía y con pasmoso cinismo acusan principalmente en Estados Unidos la responsabilidad de sus propios errores y desmanes. Una actitud compartida por sus correligionarios de la intelectualidad europea, cómodamente instalados en las clases medias de países desarrollados, desde los cuales irradian malos consejos y propuestas para la acción política y una eventual toma del poder público con fines inconfesables.

Ignoran cualidades sobresalientes de los norteamericanos, el talento y las virtudes republicanas que en ellos observó Simón Bolívar, mientras resaltan algunos excesos de su política exterior, su intervención no pocas veces desacertada en asuntos de interés global, como si no fuese habitual en los gobiernos incurrir en errores de mayor o menor entidad. La crítica no es constructiva, aporta muy poco a un análisis objetivo y profundo de la gestión de gobiernos democráticamente alternativos, del desempeño de instituciones norteamericanas en el concierto de las naciones de nuestro tiempo. Hay, sin embargo, una realidad que se impone en la fortaleza económica y el poderío militar estadounidense, un orden internacional de rasgos particulares, sin duda distinto al que habría resultado bajo el predominio de otras influencias. ¿Qué hace de los estadounidenses un carácter tan singular? En numerosos aspectos terminan siendo como cualquier otro pueblo, una mezcla de egoísmos y generosidades, de heroísmos e impulsos contradictorios y en ellos saltan a la vista un sentido de misión, o el papel que se sienten llamados a jugar en la comunidad de naciones civilizadas, y una obstinada constancia de propósito, la misma que les ha llevado a la cima y vanguardia de las tecnologías, a la conquista del espacio sideral. Más allá de estas consideraciones, el ciudadano común carece de toda vocación imperialista, no tiene interés en subyugar pueblos ni conquistar territorios, solo quiere que le dejen vivir la paz de su mundo, sin temores ni amenazas externas.

Pero vayamos a los orígenes de este pueblo de notables cualidades y capacidades humanas. Los peregrinos del Mayflower, anhelantes de libertad de culto para lo que fue la primera colonia establecida en la costa este de Estados Unidos de América, no advirtieron en su tiempo la envergadura y sobre todo la proyección humana y universal de su obra fundacional. Llegados en 1620 a un nuevo mundo de posibilidades, fraguaron su afán de autodeterminación en una nación floreciente y que siempre ha derivado en beneficio del ciudadano, un país que entre otras proezas, llegó a colocar su estandarte en la Luna. Cualidades republicanas, desdobladas desde el federalismo, la democracia representativa, la alternabilidad en el ejercicio de la función pública, la división de poderes del Estado, el respeto a la Constitución y las leyes, hasta el capitalismo irrestricto que la llevó a convertirse en potencia económica a escala mundial.

Ese carácter norteamericano le viene de sus instituciones fundamentales, de la esencia del pacto social concebido en libertad y con el señalado propósito de garantizarla, de preservarla y defenderla ante toda amenaza interna o externa. Libertad de conciencia, libertad de elegir, la habilidad de poner en marcha nuevos emprendimientos sin más limitaciones que el legítimo derecho de los demás, el privilegio de reunirse y de fijar posición públicamente y sin miedo ni coacción. Una sociedad que respeta al individuo que actúa con independencia de criterio, naturalmente dentro de ciertas reglas de comportamiento aceptadas por todos. Individuos diferenciados en hábitos, cultura y aspiraciones, aunque unidos por una misma lengua, por similares principios morales, religiosos y políticos fraguados en el viejo mundo.

Alexis de Tocqueville observaba en su esclarecedor ensayo sobre la democracia en América que aquellas colonias llevaban en su esencia misma el germen de la democracia, expresado en valores como el gobierno municipal y la soberanía del pueblo organizado, añadiéndose a ello la composición sociológica de sus emigrantes y el modo de reparto de la tierra, sin duda limitante al establecimiento de una aristocracia semejante a la europea. Plymouth, Providence, New Haven y lo que fueron después los estados de Connecticut y Rhode-Island fueron fundados y gobernados por sus propios colonos, se hicieron viables como organización social y política aun antes de que la Corona Británica interviniese en sus destinos.

Desde temprano se acostumbraron los americanos a enfrentar y resolver sus problemas sin recurrir al Estado; antes bien, encontraron en sistemas primarios de asociación la fórmula idónea para preservar y hacer valer intereses comunes. Asociaciones políticas formadoras de opinión y deseos compartidos que luego se harán representar en asambleas creadoras de leyes de aplicación general. Un amplio derecho –el de asociación– que para Tocqueville será garantía contra posibles excesos manifestados en la fuerza material de la mayoría. Pero entiéndase bien, libertad para los americanos no conlleva una sociedad sin reglas, existen parámetros que posibilitan la buena marcha de las relaciones humanas aun bajo profundas diferencias entre sus actores dominantes. Y no se trata de disciplinas impuestas por prelados o jerarcas sociales, la organización se expresa desde el más extremo nivel local, de allí fluye hacia arriba, dándole viabilidad al Estado como expresión genuina de la voluntad general. Así pues, cuando la Constitución de Filadelfia asumió los principios de gobierno representativo y descentralización, solo acogió la inveterada costumbre mayoritaria entre los americanos de su tiempo.

Jean-François Revel observa en el antiamericanismo una obsesión intelectual, una actitud muy influenciada por la izquierda y que viene a ser la gran coartada para la irresponsabilidad, como apuntamos en líneas anteriores. Si los americanos tienen la culpa de todo, los europeos estamos libres de toda responsabilidad, añade Revel. Igual obsesión obnubila las izquierdas hispanoamericanas –también las de la península ibérica–, ideológicamente sesgadas, encaminadas por tanto a un estruendoso fracaso intelectual.

Hispanoamérica y Europa se hundieron en sus marchas y contramarchas, en sus regímenes extremos, en sus errores históricos. Europa desencadenó dos guerras mundiales y fueron los norteamericanos quienes acudieron en su ayuda para salvarla, para construir sobre sus escombros una paz perdurable. Y aquí cabe preguntarse, ¿qué habría sido del orden internacional que conocimos a partir de 1945, bajo el predominio del imperio Soviético? En Hispanoamérica ya hemos visto el fracaso de la Cuba doliente de nuestros días, un país inviable en sus propios medios, carcomido en la miseria de errores imperdonables cometidos por el socialismo marxista. ¿Dónde estaríamos los hispanoamericanos si ese modelo hubiese prevalecido en nuestra región?

Mezcla, pues, de amor y odio, de envidia y desprecio, incluso condena y afán de imitación por parte del resto del mundo, se ha cimbrado por décadas sobre Estados Unidos de Norteamérica. Y paradójicamente hasta sus más acérrimos críticos no pierden oportunidad de visitar sus dominios, de disfrutar sus bondades materiales, su tecnología, su cultura, su entretenimiento. Todos sienten el atractivo de cerrar un negocio en ambiente de seguridad jurídica y diversidad de opciones, consecuencias palmarias del libre mercado que tanto aborrecen cuando acuden a la tribuna política.

Así, pues, y mientras sus detractores se hunden en su propia mediocridad, Estados Unidos sigue siendo un país solvente y sus gobiernos en todas las instancias del poder público atienden debidamente a sus electores y contribuyentes fiscales, como pudimos ver en días recientes al paso de los huracanes de la última temporada.


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