Lo veo en el tráfico, en el cual frecuentemente me cruzo con gente que va manejando con una sola mano, mientras sostiene en la otra el vistoso juguete; lo veo en los ascensores, y camino a mi oficina más de una vez he sido testigo involuntario de negociaciones a gritos y hasta de discusiones conyugales o declaraciones amorosas susurradas, entre un interlocutor ausente y el portador, quien aun apretujados no resiste la tentación de exhibir su artefacto de enlace; lo veo en la calle, peatones unas veces sonrientes y otras con cara de contrariedad, plantados en la acera o en plena marcha, vociferando para vencer los ruidos externos a su abstracción y llevando en la diestra su aparato comunicador.

Suena en los bolsillos o colgado a la cintura, el propietario hace un gesto similar a desenfundar un arma del cinto y se lo acerca expectante al oído; suena en las carteras y una dama lo extrae de prisa, con gesto elegante, para conversar con aire de jurista que responde a una consulta.

Suena en los teatros, en salas de conferencias, en medio de fiestas y hasta en la iglesia; lo llevan jóvenes y ancianos, agnósticos y creyentes, hombres de negocios y quienes juegan a parecer ejecutivos. Un visitante venido del exterior podría concluir que somos un país muy sociable, cuyos habitantes viven en el permanente deseo de comunicarse con el prójimo.

“El celular”, como sucedió con un célebre bolígrafo, puede ser llamado “ombligo”, en cuanto a que todo el mundo tiene uno; y todo el que lo tiene y lo usa en público trata de parecer como que atiende algo trascendente; pero sospecho que un acceso a las conversaciones que se tejen vía celulares, y a estadísticas, revelaría que el porcentaje más alto es de llamadas sin real urgencia.

Hay circunstancias en las que son de innegable utilidad; por ejemplo, cuando alguien obsesivo con la puntualidad se ve atrapado en una cola de carros que no se mueve y necesita advertir del retraso a quien lo espera, o cuando quien nada sabe de mecánica automotriz se accidenta en plena vía pública y requiere pedir auxilio, o en el caso de médicos que atienden emergencias o madres cuyas hijas fiesteras anuncian regresar tarde y se les da el aparatico para el reporte tranquilizador.

Me he resistido a cargar uno conmigo, lo que tal vez se deba a no saber percibir la alta significación del desarrollo tecnológico, o a lo mejor a algo simple, como el malestar que me produce la escena que me ha tocado presenciar en restaurantes, y mi temor a ser el protagonista de algo similar. En ellos se asiste al máximo despliegue de celulares, a veces de a tres por mesa, y siempre hay alguien que en uso del suyo borra del mapa a su acompañante, que se ve sometido a una suerte de paradójica soledad.

El uso pantallero suele descansar en la idea de que con él se tiene, o se adquiere, una imagen de personaje importante; pero en Venezuela por fortuna esos símbolos de estatus duran poco y al rato se masifican. En verdad hacemos bien cultivando la amistad y la solidaridad.

Pero dicho lo festivo anterior debo ahora señalar que, en palpable contraste con ello, un alto porcentaje de referencias y temas personales de interés privado han desaparecido forzosamente de esas ocasionales llamadas, como también de las hogareñas, porque dolorosa y trágicamente la Venezuela de hoy reprimida, saqueada y hambreada, obliga a hacer de su destino el tema que nos ocupa y desespera, llenando así cada instante de nuestro trágico y humillante presente. Por ella sigamos unidos, realmente conectados, y en actitud solidaria luchemos por su digna recuperación.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!