Hasta hace poco cuando se hablaba de diáspora nos referíamos a la dispersión del pueblo hebreo después de la total conquista de Jerusalén por los romanos. La palabra ha venido adquiriendo como significado, después, la obligada expulsión de su propia tierra y la consiguiente diseminación por todas las naciones del planeta, de quienes tuvieron una patria común y fueron obligados a perderla. Algunos totalmente, como los citados hebreos, otros en grupos numerosos. Esta última es nuestra actual situación. Así, la población de Venezuela queda dividida en dos grandes bloques: el de los que tuvieron obligadamente, por necesidad producida desde fuera y contra su voluntad, que abandonar el país y el de los que nos quedamos todavía en él. Una experiencia totalmente nueva en los quinientos años de historia y doscientos de patria independiente que aquí se han vivido.

Por el hecho mismo de ser novedad, y novedad inédita y obligada, no hemos logrado darle sentido, esto es, comprender e integrar en una experiencia razonada, afectivamente sentida e integralmente significada, la vivencia. Las dos experiencias, la del que sale como expatriado a vivir necesariamente con quienes tienen otra forma de vida, otros afectos, otras representaciones del mundo y de la realidad, otros paisajes y otros tiempos, incluso si se expresan en nuestra misma lengua, pero más diverso aún si hablan otro idioma, y la de quienes viven como un dolorosísimo desgarramiento la ausencia de los que estuvieron siempre no solo a nuestro lado, sino profundamente adheridos a lo más hondo de nuestra propia vida. Es una tragedia demasiadas veces vivida en silencio.

Una y otra experiencia nos desquicia lo más vital de nuestras entrañas. No sabemos en qué sistema de imágenes, de conceptos, de figuras y de emociones encuadrarlas para que sean comprendidas con algo de normalidad, esto es, dentro de algunas reglas conocidas.

Para ubicar adecuadamente el quicio de la realidad actual, hemos de tener en cuenta, sobre todo, que en esto no se trata de culpas personales de nadie, ni de desapego, egoísmo, alocadas pretensiones o cualquier otra irreflexiva decisión, en los que se van o ya se fueron, ni de cobardía, terquedad o ingenua esperanza en los que se quedan. Uno solo es el culpable, este sistema inhumano de violenta e inevitable coerción que no deja a nadie la libertad de decidir de otra manera. En este contexto de terrible y duro encarcelamiento de nuestra voluntad hallaremos el sentido de lo que padecemos y estaremos en condiciones de reaccionar y liberarnos.

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