I.

Aunque es de suponer que saben que no es así, los voceros del gobierno hablan como si creyeran que los recientes comicios son una buena fotografía del país político, Hablan, igualmente, como si se hubiese obtenido una gran victoria en una competencia en la que casi no hubo contendientes, gracias al confuso “forfait” que dieron los principales sectores de la oposición. Como si, creyeran, así mismo, que el chavismo representa holgadamente la mayoría del país y que los seis millones y pico de votos que sumó el CNE fueran la fiel expresión numérica de la realidad y de la voluntad ciudadana. Asusta, lo confieso, que en virtud de esa extraña dialéctica que gobierna la mentira el oficialismo termine creyendo que pasó lo que no pasó.

Viene a cuento lo anterior porque las elecciones de hace unos días estuvieron determinadas por muchas irregularidades, mismas que se dejaron ver desde el momento en que fueron convocadas,  continuaron a lo largo de la campaña y remataron el domingo 10 del presente mes, cuando el gobierno echó mano de todos los medios a su alcance, a fin de obtener unos resultados que le valieron para “triunfar” (las comillas son imprescindibles) y pasar a controlar todas las instancias del poder estatal.

Dentro de este marco, los resultados anunciados han generado muchas dudas respecto a su legitimidad. Hay sombras alrededor del desempeño del Poder Electoral, sombras que, dicho sea de paso, hacen comprensible la reticencia gubernamental a discutir la integración de su directiva (así como las condiciones electorales), dentro del marco de las negociaciones que se celebran en República Dominicana.

II.

Todo el proceso estuvo, así pues, signado por un menú variado de trasgresiones a los principios que rigen cualquier evento electoral en un sistema democrático. El ventajismo oficial fue ostensible el día de la votación (puede consultarse con relación a ello la página del Observatorio Electoral Venezolano: oevenezolano.org). Así, en medio de las múltiples arbitrariedades registradas, destaca la intervención a media tarde, por radio y televisión, del presidente Maduro, instando a votar, carnet de la patria en mano, a los que aún no lo habían hecho, al paso que anunciaba un bono de recompensa por hacerlo y, adicionalmente, advertía, como si fuera asunto de su competencia, sobre la prohibición a los partidos que habían predicado la abstención de participar en los comicios presidenciales. Imposible dejar de lado, así mismo, la advertencia tempranera del ministro Padrino, quien, palabras más, palabras menos, afirmó que iba a hacer votar bajo supervisión a sus subordinados, a cuenta de que para un soldado votar es también un deber.

Y resulta igualmente importante indicar, por otro lado, la presión que, en diversos formatos, se ejerció sobre los ciudadanos, en especial la que subordinaba al voto la entrega de algunos beneficios, tales como cajas CLAP, tickets navideños o de alimentación e, incluso, bonos en efectivo. Para este propósito se apeló principalmente al carnet de la patria, utilizado como un dispositivo para activar y patrullar al electorado, cuyo uso casi obligatorio fue promovido por el mismísimo presidente Maduro. Fue, sin duda, un mecanismo de vigilancia social, particularmente claro en el caso de las bolsas CLAP si se toma en cuenta el hecho de que para cerca de la mitad de la población venezolana representan, en distinto grado, pero siempre de manera muy importante, una vía fundamental para conseguir alimentos. En este contexto queda claro, entonces, que el uso del carnet de la patria vulneró la libertad de los ciudadanos en el ejercicio de su derecho del sufragio.

Visto lo señalado, después de las elecciones no amaneció un mejor país desde el punto de vista político. El sufragio no resolvió nuestros problemas de convivencia, los agravó. Los comicios no fueron lo que debieron haber sido porque la institucionalidad encargada de arbitrarlos no cumplió su responsabilidad en ninguna de las etapas del proceso.

III.

En un principio la mayor parte de los venezolanos percibió el chavismo como esperanza, promesa de una sociedad mejor que la que teníamos, y lo respaldo masivamente. Veinte años después se encuentra representado por una élite que gobierna a un país desacomodado y precario en todos los planos y se dedica a administrar el poder con la casi única idea de mantenerlo. Se quedó sin ideas y no tiene respaldo popular, aunque triunfa electoralmente gracias a una maquinaria bien diseñada, apoyada por el Estado, que se ha convertido en la principal causa de sus victorias aritméticas, que no políticas.

En pocas palabras, en estos tiempos el chavismo se volvió carnet. La revolución bolivariana se plastificó en un documento de identidad, ideado con fines políticos. Nada indica mejor, pienso, lo que es ahora su manera de entender y atender al país.

IV.

La política  venezolana se encuentra en serios aprietos. Ninguno de los bandos pareciera disponer de los códigos adecuados para leer al país que ahora somos. La narrativa chavista carece cada vez más de significado y ha quedado reducida a cierta épica sostenida por la figura – progresivamente desgastada, creo– del comandante eterno. El chavismo se ha vuelto un movimiento pragmático, manteniendo sus principios apenas como recurso retórico (el Arco Minero ha tirado por la borda su posición antiimperialista, por citar solo uno, entre decenas de posibles ejemplos). La oposición, por su parte, cuenta con un relato extraviado, poco convincente, y aunque dispone de un importante capital electoral (alimentado en mucho por el voto castigo), no tiene capital político. 

Hay un desgaste visible del liderazgo.  Desde uno de sus lados se habla de un país que no existe, el actual, el de la Venezuela Potencia y otros delirios parecidos referidos a una nación feliz, y desde el otro se hace referencia a un país que nunca existió, rememorado a través de la nostalgia que, como escribió García Márquez, suele ser mentirosa. Ambas partes siguen actuando en clave polarización, aunque pareciera más bien que el país se mueve dentro de otra lógica política, cuya médula es una crisis que lo afecta en todos los órdenes y, además, genera una mirada distinta sobre los problemas y respecto al futuro personal y colectivo, a través, incluso, de otra sensibilidad, asomo de una sociedad distinta que va emergiendo y no se halla expresada en los partidos. Pudiera hablarse, entonces, de una ruptura entre el mundo social y el mundo político, signo de que hay cambios en la escenografía nacional que nos están pasando inadvertidos.

Ante todo esto, la antipolítica gana espacio. Mala noticia para todos, pues nuestra historia reciente prueba que da pésimos resultados.


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