Felipe González, ex presidente del gobierno de España, en sus palabras ante la II Asamblea del Foro Empresarial de Madrid,  transmitió un concepto poco tratado pero que pareciera es el mayor problema de las democracias contemporáneas y particularmente las que sufren de la enfermedad del populismo.

Decía González que los mandatarios con tentaciones o pecados autocráticos inventan situaciones que, para justificar su abuso ante las leyes o, peor, el desprecio por sus constituciones, insisten en crear un inexistente “pueblo” para burlarse de los derechos del ciudadano.

Esta triste realidad se nos presenta de forma muy aguda en nuestra destruida Venezuela, la transformación de una república en bolivariana se justificó como un deseo del pueblo que en realidad poco ha sido consultado y mucho ha sido ignorado y traicionado.

Recordar que durante años se mantuvo una Asamblea Nacional que solo representaba a un partido y que fue elegida por un tercio de los votantes registrados para el momento, es conveniente para entender cómo la metamorfosis bolivariana nos ha convertido en “Cubazuela” traicionando los anhelos de independencia que alguna vez transmitió Simón Bolívar, nuestro único Libertador.

El poder corrompe, dice el dicho, en realidad una afirmación simplista, pues no es el caso de la mayoría, pero cierto es que son muchos los que no pasan la prueba. Hay quienes se consideran a sí mismos con condiciones innatas para mandar, pues no distinguen despotismo de liderazgo. El tirano déspota carece de autocrítica, solo oye su veleidoso eco que pretende convertir en multitud.

¿Cuál es la justificación real para ignorar la voluntad ciudadana expresada en las urnas de diciembre de 2015 y pretender sustituir la auténtica representación popular por una espuria agrupación de acólitos que por arte de burla se autodenominan y proclaman ser el verdadero pueblo y no el que está formado por la mayoría de los ciudadanos? ¿Podríamos imaginarnos mayor traición? Claro que no, y así lo ha interpretado el mundo entero mediante el total desconocimiento de su autoridad.

Mientras nadamos en las profundas y oscuras aguas de esa traición se pretende armar otra trama, siempre con la búsqueda de la imposición de la voluntad tiránica. Se intentan negociar los derechos del ciudadano y casi solicitar agradecimiento por una inexistente concesión, la celebración de las ya vulneradas elecciones.

Es posible que estemos confundiendo el poder político que permite mejorar al pueblo con una unívoca voluntad de dominio, y quiera Dios que no sea más bien un mal que, causado por el resentimiento, se transforme en un agresor invisible para rivales y propios, pues hay quienes, como el personaje de Tolkien, Denethor, son capaces de destruir a sus propios hijos con tal de mantenerse en el poder.

Es un momento aciago que impone un gran reto, el camino se va dividiendo en senderos menos claros y más difíciles. Quedará la repugnancia por quienes, en la barrunta de lo inaceptable, sean incapaces de luchar por el ciudadano y mirar a la cara de sus mayores y no sentir vergüenza de no haber estado a la altura del reto.

No es malo en sí el poder, como sí lo es la voluntad de dominio. Dice una inscripción en un viejo castillo español: “Cuando se reina o gobierna a golpe de temor se destruye la convivencia y todo se derrumba”.


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