Caracas es la única ciudad del mundo en la que se ha celebrado el centenario de la revolución bolchevique. En Moscú hubo un desfile un tanto carnavalesco de los militares rusos con ropa, uniformes y armas de la época. Los cubanos prefirieron echarle una palada de tierra, igual que los chinos y los intelectuales franceses de izquierda y todos los que creyeron alguna vez en el “socialismo”. La militancia y dirigencia del PSUV elogia en sus medios, todos los del Estado, “la toma del palacio de invierno” sin haberse leído Los diez días que estremecieron el mundo de John Reed y sin haberse aprendido una canción completa de Alí Primera, que dejó de ser comunista mucho antes de morir.

No hay nada que celebrar ni alabar. Mientras unos pocos se devanaban los sesos para entender las boberas de “los conceptos elementales del materialismo histórico” y cientos de miles lloraban con La madre de Máximo Gorki y Así se templó el acero de Nikolai Ostrovski, en Rusia y en todos los países que integraban la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se practicaba un nuevo tipo de esclavitud en el nombre de la liberación del proletariado y de la dignidad humana. Monsergas.

Los gulags los inventó el bueno de Vladimir Ilich Ulianov Lenin, Stalin los multiplicó y les sacó provecho político y económico. Más de 18 millones de personas los sufrieron. Todas, cuando libres se tropezaban en algún sitio, se reconocían por la profunda tristeza que se alojaba en el fondo de su mirada. Gulag es un acrónimo de Glannoe Upravlenie Lagerie, que significa campo central de administración y que en verdad fueron campos de concentración que hubo por miles en toda la Unión Soviética: campos de trabajo forzado, de castigo, de mujeres y de niños. Sus víctimas llamaban “molino de carne” todo el procedimiento: el arresto, el interrogatorio, el trato como bestias, el trabajo forzado, la destrucción de la familia, los años de aislamiento y las tempranas e innecesarias muertes.

Su fin no era meramente político –castigar o “reeducar” a los enemigos del pueblo– sino que tenían un papel central en la economía soviética: un tercio del oro, del carbón y de la madera eran extraídos por los esclavos de los gulags, que también trabajaban obligados en cualquier actividad imaginable, desde sembrar remolachas hasta el diseño de aviones y artillería. Ni el carnet de la patria los salvaba, Stalin los escogía personalmente. Antes de beberse las varias botellas de vino dulzón y barato que le gustaba tanto, le traían un cuaderno con los nombres de las personas que serían eliminadas, como ahora titula el diario Últimas Noticias que dirige Beria Díaz Rangel con los muertos a manos de la policía, y las que serían llevadas al gulag.

Un día en la vida de Iván Denisovich y El archipiélago Gulag de Alexandr Soljenitsin son dos libros que no se encuentran en las cantinas de las academias militares ni en el rincón de lectura de los hombres de armas que usan el mazo de los prehistóricos para imponer ideas. En los centros de estudios en los que vale más tener buena puntería con el Kalashnikov AK-103 que conocer la historia de Venezuela o el espíritu de la declaración universal de los derechos humanos tratan con desdén los libros que denuncian esa farsa que fue la Revolución rusa. Los califican de reaccionarios.

Si bien se dicen solidarios de la lucha de los pueblos, callan cuando esos mismos pueblos son llevados en masa a campos de concentración, a que se alimenten de cucarachas y ratones que logren atrapar, sin poder ver a los suyos, sin que los toque un rayo de sol. Tampoco nombran las hambrunas obligadas que sufrió Ucrania y que costaron la vida de más de 7 millones de personas, canibalismo incluido. Se entusiasman, sí, cuando ven la hoz y el martillo de los soviets, la cara de Lenin y del Che Guevara. ¿Descartan que representaran más muertes y torturas que la cruz gamada de Adolfo Hitler? Los gulags fueron cerrados en la década de los ochenta, antes de la caída de la URSS, por decisión de un nieto de un prisionero de un gulag: Mijaíl Gorbachov. Vendo alambre de púas.


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