Milenios de historia han sido útiles para haber dotado a China y a su gente de caracteres peculiares. La laboriosidad de su población, el respeto por los ancestros, su particular sentido de la moral personal y social heredada de Confucio en los terrenos de armonía, estabilidad, obediencia y lealtad, le otorgan al conjunto de su sociedad un sello original y positivo. No hay chino que no considere a este legado como un “valor eterno”.

No ocurre lo mismo con algunos de sus líderes quienes se tornan impermeables al progreso mundial en el orden de las ideas y se vuelven ajenos a conceptos universales como el de la corrección.

El socialismo marxista, en su momento, enamoró en China a muchos de sus líderes y no pasó mucho tiempo sin que la alta dirigencia considerara esa propuesta como el único modelo relevante y abordara la multiplicidad de ideas como una traición.

Es así como el Partido Comunista adquirió la fortaleza que ha mantenido hasta nuestros días, y la crítica ideológica o la disensión aun hoy se encuentran proscritas.

No obstante, desde el fin del siglo pasado y el comienzo del actual una suerte de flexibilización en la visión y actuación absolutista del Partido Comunista comenzó a tener lugar. En lugar de otorgarle un poder omnímodo a las personas que se encontraban en la cumbre del poder, la tendencia que se instauró fue la de establecer normas y regulaciones por encima de la voluntad de los individuos.

Y así estuvieron funcionando y progresando las cosas hasta el momento del inicio del mandato de Xi Jinping que tuvo lugar en 2013.

Este hombre ha encabezado un retroceso significativo y la vuelta a la etapa de la irreductibilidad del pensamiento se ha instalado.

Lo paradójico es que ello está teniendo lugar en el momento en que China adquiere la máxima visibilidad mundial, en parte porque las fronteras se desdibujan dentro de un ambiente globalizador, pero en gran parte porque el actual es el mandatario que más ha aspirado a que su país alcance una posición de liderazgo indiscutible en lo internacional.

El semanario británico The Economist trae esta semana importantes reflexiones en torno al tema de las reformas constitucionales que serán tratadas a partir del 5 de marzo con ocasión del Congreso del Pueblo.

La primera y más visible es la eliminación del periodo de vigencia de la conducción del país, es decir de la Presidencia. Hasta este momento cada mandatario ha podido permanecer en el poder no más de 10 años. La decisión que avalará el Congreso es la de hacer ese término ilimitado.

Es decir, estamos de vuelta al periodo de los poderes sin cortapisa, lo que viene acompañado de la intolerancia frente al pensamiento crítico. A partir de Xi y comenzando por Xi, un solo individuo centrará en sí mismo todo el poder del partido y del gobierno con un carácter perpetuo y acumulará en sí mismo un liderazgo total sin posibilidad de sucesión. Es el triunfo del pensamiento omnímodo y excluyente de los años de Mao. Equivale al naufragio de la democracia en el país que aspira a ser primera potencia mundial. Es la reversa al aperturismo que reclaman los tiempos.

Esto nos lleva a referirnos al título de esta nota. Este nuevo rumbo en el que se adentrará China va a contravía de los progresos alcanzados por el país en el terreno de lo económico y de lo social, de la apertura ideológica y de la participación de las tendencias plurales. La respuesta es que mientras China sí es un país con una sociedad confiable… sus dirigentes no lo parecen.


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