¿Dónde habría terminado la carrera de Hugo Chávez de haber perseverado en llamar a la abstención electoral? Recordemos: Hugo Chávez también hizo flamear la bandera abstencionista cuando le dio por recorrer Venezuela de punta a punta, luego de salir de la cárcel de Yare. Infatuado por la idea que se hacía de sí mismo, acaso pudo gozarse durante un tiempo en andar por ahí, derrotado, incomprendido y hablando solo, como Bolívar en Pativilca. Es sabido que el comandante eterno creía en la reencarnación y que, cada vez que la vida le obligaba a volar bajo, se consolaba pensando que era Bolívar, el “hombre de las dificultades”, segunda parte.

Muy pronto, sin embargo, Chávez se persuadió de que eso de andar por los pueblos exhortando al populacho mulatón y desdentado a no acudir a las urnas porque las elecciones son una farsa burguesa en la que el pueblo nunca puede ganar puesto que el sistema electoral está calculadamente concebido por la oligarquía y el imperialismo yanqui para etcétera, etcétera, era una inconducente pendejada.

Ciertamente, él no había hecho la fuerte inversión de encabezar un alzamiento militar y purgar pena de prisión para terminar de invitado crónico dominical de los programas de opinión radiales de San Rafael de Ejido, estado Mérida o Temblador en Monagas. Pero para aquel Chávez abstencionista, apóstol del voto nulo militante, acudir a elecciones era convertirse en auxiliar de uno de los más sofisticados dispositivos de dominación que los ricos hayan urdido nunca para joder a los pobres del mundo: las elecciones.

La leyenda de su vida quiere que sea en esa sazón cuando Luis Miquilena, un antiguo organizador sindical que ya en 1936 integraba el all star de los comunistas venezolanos, le muestre, a comienzos de 1997, una encuesta de “intención de voto” en la que Chávez le saca ventaja de 900.707 cuerpos a la gran esperanza blanca del ya agotado bipartidismo de Acción Democrática y Copei: Irene Sáez, ex reina de belleza, ex relacionista pública de un ya olvidado banquero fraudulento, antigua alcaldesa del municipio Chacao, la más rubia de las tontas entre las rubias tontas.

Fue Miquilena quien le hizo ver a Chávez que, de lanzar su candidatura en aquel momento, ganarle la presidencia de Venezuela a la reina tonta sería pelea de burro contra tigre, como suele decirse.

Miquilena le habló también de un episodio de nuestro siglo XX en el que la insurgencia se impuso justamente porque no se abstuvo de acudir a una elección.

La composición sectaria de un colegio electoral obsecuente y presto al fraude no fue entonces motivo suficiente para que una coalición democrática tirase la toalla en 1956. En efecto, fue durante lo más intraficable de una dictadura militar cuando se impuso entre los partidos opositores la decisión de ir a un plebiscito convocado por aquella y descrito por los abstencionistas de entonces como un matadero.

Sabemos lo que pasó: juntos derrotaron al dictador Pérez Jiménez, desencadenando la crisis política terminal de aquel régimen odioso.

Traigo a colación el plebiscito de 1956 porque, admitido y dicho por el propio Chávez, escuchar a Miquilena alegar vehementemente contra el abstencionismo fue decisivo en su carrera hacia el poder. Hacer a un lado su abstencionismo de muchacho malcriado allanó a Hugo Chávez, al fin, el camino a Miraflores.

Sí, sí; ya sé que hay que tomar con pinzas las comparaciones entre momentos históricos distintos. Sin embargo, he invitado al diabólico Luis Miquilena a mi columna, a solo dos días de las elecciones regionales del 15 de octubre, porque este cuento de Chávez aún puede tener cierto valor didáctico para los indecisos.

 


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