El siglo XII muere, y con él ha muerto la esperanza y el XXI es de la  España Grande

El equilibrio entre musulmanes y cristianos se ha roto en un lugar llamado Alarcos. Allí, bajo el sol, las flechas y las lanzas, han caído las tropas castellanas que contenían el avance almohade. Miles de hombres entre los que hay villanos, mesnaderos, freires, caballeros, obispos y nobles, han sido masacrados por la máquina de guerra más capaz que jamás vomitó el Magreb.

La frontera se desgarra. Por ella se colarán ahora las hordas que imponen la sumisión al islam o a la muerte. Y nadie podrá defender las tierras que preceden al Tajo, porque nadie queda capaz de empuñar la espada. Como tantas veces ocurrió y como tantas veces ocurrirá, los habitantes de esta península han sido incapaces de actuar en concordia y han podido más sus rivalidades vanas que el futuro común. Alfonso de Castilla, aniquilado su ejército, ha huido hacia Toledo, aunque no es improbable que tenga que continuar su fuga hacia el norte. Su primo  y tocayo, Alfonso de León, no pudo o no quiso llegar a tiempo a su cita con la batalla. Y tampoco Sancho de Navarra compareció pese a su compromiso. A los reyes de Aragón y Portugal ni siquiera se les esperaba. Da igual. Ahora, tras uno caerán los otros, porque al frente de los almohades cabalga el califa más enérgico de su dinastía. Yaqub, apodado al-Mansur. El victorioso. No lo llaman así por casualidad. Con él, el imperio africano alcanza su máxima extensión y su ejército una cota de eficacia que jamás se vio desde que el primer musulmán pisó suelo ibérico. Sus dominios se extienden del Atlántico a la Tripolitania y del desierto del Sahara a las inmediaciones del Tajo. (Las cadenas del destino de Sebastián Roa)

Este introito es para exponer los acontecimientos que se sucedieron en el reino de Castilla a finales del siglo XII, cuando los diferentes reinos de la hoy España Grande –reino de León, de Navarra, de Aragón y Condado de Barcelona– y lo que hoy es Portugal –reino de Portugal– luchaban entre sí por problemas dinásticos e intereses personales, y se perdían en manos de los almohades. A través de acuerdos y negociaciones Alfonso VIII, rey de Castilla, fue logrando que los demás reinos se le sumaran para enfrentar a los almohades.

El 16 de julio de 1212 en las Navas de Tolosa, Castilla, se recuperan y se acaricia el mañana de toda una España, cuando los tres reyes, tres cuerpos, fueron tocando las piedras cristianas. Castilla en el centro, Aragón por la izquierda, Navarra por la derecha, con los reyes Alfonso de Castilla, Pedro de Aragón y Sancho de Navarra. En Alarcos, Castilla había luchado sola; ahora están juntos contra el miramamolín. La zaga castellana iba formada con el rey al frente, acompañado por el arzobispo de Toledo y por los obispos de Osma, Palencia, Sigüenza, Burgos, Calahorra y Plasencia, con sus respectivas mesnadas; la caballería la formaban los jinetes de varios consejos castellanos: Toledo, Béjar, Valladolid, Plasencia, Arévalo, Coca, Olmedo y Palencia y las mesnadas de diversos nobles, entre quienes sobresale el  alférez Álvaro de Lara. Con el rey de Aragón y su mesnada regia, en el cuerpo de retaguardia se hallaban los obispos de Barcelona y Tarazona, las noblezas aragonesa, catalana y rosellonesa, y los barones de Urgel, Pallars y el Ampurdán. Ellos apelarán a Aragón y a san Jorge y con el rey de Navarra, su nobleza a caballo con el estandarte con el águila negra que chasquea con cada tirón de riendas, seguirán a su rey, lanza sobre el arzón, escudo al frente.  (Composición tomada de la obra citada).

España comienza con grandeza su extraordinario ciclo histórico con el descubrimiento del nuevo mundo, su viaje del mediterráneo al mar Caribe y el milagro del mestizaje, el encuentro de dos mundos. Las guerras carlistas, luego el millón de muertos (1936-1939) del que nos habla José María Gironella y que le deja como cicatriz su dolorosa guerra civil; después de una férrea dictadura, la de Franco, la transición con Adolfo Suárez y el alumbramiento de  la democracia, y a su nuevo esplendor como la patria grande. Esa es la España que entra al siglo XXI.

Como son las cosas de la historia, la España que entra al siglo XXI tiene sus sombras que alargan la noche y que vienen de tiempo atrás, desde que estaba embriagada de democracia y de promesas que no midieron las consecuencias, que son como uñas del tiempo que raspan y raspan la corteza de la integridad territorial de la gran España, pretendiendo disolverla, hundir a la monarquía constitucional  y atentar contra su soberanía. Esa absurda intención es lo que vemos hoy en Cataluña, donde un grupo de políticos se apropian de la voluntad del pueblo catalán, que es parte indisoluble de España.

Aquella ebriedad de democracia trajeron estos lodos y hoy por la tozudez y mezquindades de esos políticos separatistas y la falta de visión del gobierno central nos encontramos con estos vientos independentistas.

La borrachera de democracia está allí y ahora hay que transitar la resaca para volver a la normalidad, al caminar seguro, a la democracia madura insertada en la Unión Europea. La cicatriz, herida abierta, hay que superarla a través de los propios catalanes. Es necesario que así como se unieron los reinos en 1212 en su lucha contra los almohades, se unan ahora los partidos españoles: Partido Popular, Partido Socialista Español, Ciudadanos y demás organizaciones políticas que defienden una sola España para que, en conjunto, designen a un español catalán con suficiente experiencia, conocimiento y probidad para que les represente ante al pueblo de Cataluña, quien como presidente de la Generalitat de Cataluña conduzca la reunificación histórica. Ese es el reto inmediato. Estos partidos, previamente concertada esa personalidad y una vez elegido miembro del Parlamento, pueden designarlo como presidente de la Generalitat en aplicación del 152.1 de la Constitución española y el 62.2 del Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006, en concordancia con los articulo 49 y siguientes de la ley 3/1982, así como por los artículos 127 y 128 del Reglamento del Parlamento de Cataluña de 2005, por mayoría absoluta.

Cataluña tiene muchas personalidades que harían como el buen cirujano: eliminar la cicatriz, ese es el reto. Entre tantas personalidades hay una que sobresale, que en mis innumerables viajes a la madre patria he aprendido a conocer y a respetar: don Manuel Milián Mestre, quien fue miembro fundador y directivo del diario El País, ha colaborado en Las Provincias y La VanguardiaEl Mundo y El PuntAvui, entre otros medios. En el ámbito político en 1974 fundó el Club Ágora y en 1976, Reforma Democrática de Catalunya, diputado del PP entre 1989 y 2000, pupilo dilecto de Manuel Fraga Iribarne (con sus desencuentros), y quien ha vivido e intervenido en tres momentos culminantes que son muy importantes en la historia contemporánea de España: la amortización de la exitosa operación Tarradellas, el fracaso del entendimiento gestado en el Pacto del Majestic entre la derecha española y el catalanismo y la eclosión del soberanismo independentista en Cataluña.

Don Manuel me ha demostrado desde que lo conozco, hace 18 años, que es un extraordinario conciliador con un talante especial para concertar entre la clase política y empresarial catalana y madrileña. En fin, un hombre que, como lo expresa don Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, hace gala a lo largo de su vida y de su indiscutible catalanismo españolista de una ideología conservadora-liberal.

Este atrevimiento como escritor que priva el amor a la España Grande, lo cierro con la siguientes líneas que transcribo de la última obra de don Manuel Milián Mestre titulado Los puentes rotos: ¿Aún no han entendido, más allá del río Ebro, que España se compone de reinos medievales muy diversos, que en el siglo XV la llamada “unidad de España”, más bien el Estado español, procede de un matrimonio que une una tradición unitaria y caudillista (corona de Castilla) con una corona de Aragón esencialmente confederal desde su nacimiento? Esta es una historia que crea carácter, y que casi nunca fue entendida desde el concepto de conquista, tan usual en los castellanos, ni por nacionalismo español; y aún menos comprendida. De allí vienen tantos pleitos de sangre y dolorosos en el siglo XIX (las tres guerras carlistas) y en el siglo XX, con la terrible y fratricida Guerra Civil”.

En estas horas menguadas para la España Grande, es tiempo de concertación, reflexión e inteligencia, de pensar en grande sin mezquindades políticas, hoy más que ayer, porque estas brisas pueden traer vientos que se conviertan en tempestades.

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