Leer un libro de genuina poesía en estos días es lo más parecido a un prodigio; especialmente en estos días de nulidades seudoestéticas, engreimientos fútiles y vanas poses falsamente poéticas que tanto merodea por doquier en busca de subsidios, canonjías y patrocinios públicos o privados.

Esto lo digo por el entusiasta escándalo e inocultable regocijo espiritual que me embarga, producto de la gratísima lectura de una antología de poesía escrita por Carlos César Rodríguez (Guanta, estado Anzoátegui, 1922) titulada Anubizajes. Ediciones Mucuglifo, Mérida 2004. 128 págs.
Seis cuadernillos de magistrales textos poéticos integran este hermosísimo libro, en los que reúne su sólida y consistente obra poética. Desde textos escritos a mediados de la década de los años cuarenta de la pasada centuria, tales como Los espejos de mi sangre (1944), pasando por poemas imprescindibles pertenecientes a la más acendrada tradición literaria venezolana como Follaje redimido (1959) hasta los perturbadores poemas que integran su Hora íntima (1987).

Poesía escrita con una materia verbal de conmovedoras resonancias simbólicas; poesía elusiva y profundamente evanescente que sugiere atisbos de significaciones ocultas imposibles de comprender si no se posee un mínimo caudal de información cultural. El río, el aire, los árboles, la mirada y la voz inexplícita que dice sin decir una terca emoción sensitiva que embarga al bardo a lo largo de toda su creación poética, son elementos esenciales que integran inmensa riqueza lingüística que exhibe esta singular poesía de Carlos César Rodríguez.

El poema titulado «Los espejos de mi sangre» patentiza una poesía cuya filiación metafísica de innegables reminiscencias existenciales no admite discusión. La muerte y la locura son ejes transversales de esta poesía inclinada desde sí misma a la posteridad. Para decirlo con palabras del poeta José Barroeta: una terrible belleza y una irrevocable vocación trascendentalista enciende los versos y aviva la flama de esta iluminación que nos proponen los textos poéticos contenidos en Anubizajes.

”¿Dónde estarán los locos remolinos
de los espejos cóncavos?
¿Dónde los ríos quietos sin saltos ni cascadas?
¿Dónde las curvas limpias
De planetas que giran en sí mismo
Y los árboles nacen en su fondo
Como plantas acuáticas?”

Qué extraño telurismo nómada nos brinda esta sensibilidad artística que dibuja formas fluviales parecidas a los grandes borales que viajan por intrincado laberintos de aguas y curvilíneos meandros acuatiformes. Imposible no sucumbir a los encantos que la palabra poética ejerce sobre nosotros al entregarnos imágenes tan nítidamente delineadas y tan diáfanas en su enunciación formal. Desde las profundidades abisales de su angustiado y complejo yo lírico habla una voz serena y decantada que habla el lenguaje de los elementos cósmicos fundantes de la vida y el agua es factor tutelar e ícono totémico del texto lírico.

Un sutil sello antropomórfico adviértese en ciertos poemas que integran el segmento titulado “Voz y símbolo”. El río que desciende de lo alto de la montaña es un niño solitario y desamparado que representa la vida y a quien el poeta muestra el camino del mar que es el morir. Difícilmente puede soslayarse la relación de familiaridad que subyace en este poema con la poesía de Antonio Machado. No obstante, descubrir esta impronta machadiana en la poesía de nuestro bardo venezolano es algo que enaltece y eleva a nuestro creador hasta cimas de admiración. Al fin y al cabo el poeta pertenece por derecho propio a la amplia y dilatada tradición poética de nuestro continente mestizo. Desde comienzos de la segunda mitad del siglo XX venezolano ya nuestro poeta destacaba como una de las voces líricas de mayor estatura literaria de nuestro país.

En este compendio de poemas que ahora el lector tiene el privilegio de atesorar entre sus manos hay un poema titulado «La historia de mi amigo», en el que el lenguaje es alquímica transmutación de una historia que va de la anécdota a lo insondable. El yo lírico se desdobla en esa otredad desenajenada que se ve a sí misma desde una especie de panóptico de la existencia desde donde puede otearse la melancolía y la tristeza más aterradora que pueda imaginarse un lector. Solamente una psique alterada, una hybris de los sentidos es capaz de concebir estados del alma como los que narra el poeta en este texto de inusual factura lírica.

Quien lee estos Anubizajes no puede dejar pasar inadvertida la constante del río en la poesía del escritor. Para el poeta el río es la imagen de la muerte, pero también es la viva representación de la existencia nómada que, moroso, lento y pesaroso, recorre vastas distancias en un rumor que canta nuestras alegrías y tristezas como las canciones que han de acompañarnos hasta el final de nuestros días. El río es también la imagen de un dulcísimo e inaprensible erotismo proferido con excelencias léxicas que en los más de los casos pasa inadvertido para el lector común. El tema de la pulsión deseante de la vehemencia carnal está elaborado con un lenguaje escrito en filigrana.

El poeta es autor, e instancia mediúmnica, que dicta en el poema una explicitación onírica mostrando al lector el asombro y la maravilla de que es capaz la imaginación poética. No exagero cuando afirmo que el bardo es un geómetra funambulesco que cruza la invisible cuerda de las palabras con intachable precisión significativa.


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