La carta magna –aprobada por el pueblo de Venezuela en el referéndum del 15 de diciembre 1999 y constituida  de manera plural por un conjunto de ciudadanos, no todos alineados  con Hugo Chávez– asentó en su contenido como principio cardinal que el pueblo depositario del poder constituyente rechaza cualquier acto de autoridad que contraríe las garantías democráticas o menoscabe los derechos humanos por ser ineficaz como acto de fuerza y le reconoce al ciudadano el deber de colaborar en el restablecimiento de su efectiva vigencia.

La Constitución vigente llenó vacíos no previstos en la promulgada el 23 de enero de 1961. Establece que la soberanía no se ejerce a través de los partidos, sino que el pueblo la ejerce directamente; lo que nos lleva a la consideración de que los partidos constituyen una limitación para la voluntad popular, por lo que siendo el pueblo soberano la ejerce no solamente a través del sufragio, sino de manera más directa como poseedor del poder constituyente originario.

El triunfo revolucionario del 23 de enero de 1958, que da al traste con la perversa y sanguinaria dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, nos llevó a definir las relaciones entre lo que anteriormente constituía el sistema bicameral del Congreso, las cuales no eran otras que la confusión de las funciones legislativas  y ejecutivas, que hizo imposible la incompatibilidad de los órganos del poder nacional. Tal confusión, negación de la división de los poderes públicos, ha permitido la subordinación de estos al gobernante de turno, contrapuesto al principio que reina en todas las democracias del mundo, como es la instauración de un gobierno responsable con predominio de la libertad, la igualdad, la solidaridad y, en general, la preeminencia de los derechos humanos .

El Estado “responsable”, a juicio de Jóvito Villalba,   “significa en la vida constitucional la realidad más hermosa de la República, la única verdad que hace efectiva la moral política, la pureza fiscal, y en general todas las realizaciones del progreso en el orden social, en el orden político, en el orden económico, en el orden cultural”. Se pregunta el constitucionalista y gran tribuno de América  “¿Cuáles son señores las bases doctrinarias del principio de la incompatibilidad? Son estas: el gobierno democrático, como lo establecen la letra de la Constitución y la doctrina política constitucional de los mejores autores, es fundamentalmente un gobierno que está obligado a rendir cuentas de sus actos ante el poder soberano que representa la opinión y voluntad del pueblo. Ese poder señores, ese poder representativo de la opinión y la voluntad del pueblo es el Poder Legislativo, como juez, como  examinador de los actos del gobierno, tiene que ser un poder independiente de los cuadros de la administración  pública”, fin de la cita. (Maduro no es más que la expresión continuada del irrespeto al Estado responsable).

Como acotación de lo precedente, los constituyentes de 1989 no se quedaron en el pasado feudal. Hacen de la incompatibilidad  de los órganos del poder nacional un principio irreductible. Consagra que la soberanía se ejerce mediante el sufragio por los órganos que ejercen el poder público. El poder público nacional se divide en Legislativo, Ejecutivo, Ciudadano y Electoral; pero hoy todo este avance institucional que forma el Estado de Derecho es letra muerta. Se pisotea la Constitución. El presidente, sus ministros, los militares activos en funciones de gobierno monopolizan la facultad de hablarle a la nación cuando a bien lo tengan. El presidente usa la radio como líder político y ordena abrir procedimientos judiciales contra todo aquel que ejerza su derecho a disentir, a la vez que priva al Parlamento. Es decir, el presidente se ha convertido en un reo confeso de la violación de la Constitución, ha dejado de ser funcionario imparcial, repite una conducta fascista y decimonónica llevando a la práctica la sumisión de los poderes públicos, que han dejado de ser independientes para ser órganos a la voluntad de Nicolás Maduro.

El no cumplimiento de los principios rectores de la Constitución  ha convertido a Venezuela en un pueblo tarado por el autoritarismo político, federado al régimen cubano, con dominio de  grupos familiares en su dirección. Ha dejado de ser la nación  insigne de la región, dejó de ser lo que fue en el pasado siglo: un país no homologable, al que todo occidente le reconoció credibilidad institucional dado el funcionamiento pleno del Estado de Derecho. No obstante, lo dicho, el pueblo mediante elecciones libres le dio a los sectores opositores toda su confianza de poder originario para el ejercicio de las funciones legislativas, constituyó a este órgano del poder público nacional en órgano no subordinado a las ocurrencias autoritarias del actual régimen fascista.

La Asamblea Nacional, no sumisa al Ejecutivo, hizo posible  la instalación de un Tribunal Supremo de Justicia nombrado en conformidad con la Constitución, así como la ratificación de Luisa Ortega Díaz para actuar “en representación del interés general y responsable del respeto a las garantías constitucionales”, los que a la luz del mundo se entienden legítimos y que por razones obvias funcionan en el exilio.

El 15 de agosto pasado, el Tribunal Supremo de Justicia, cumplidas las formalidades de ley, dictó sentencia en la cual  condena a 18 años y 3 meses de prisión al ciudadano Nicolás Maduro, también lo obliga a resarcir al Estado 35 millones de dólares  e  inhabilitado  para ejercer cargos públicos. La sentencia  fue pronunciada desde el Congreso de Colombia, Bogotá, y se emitió en el marco de la corrupción de la constructora Odebrecht. Para los juristas entendidos, como para otros, el fallo es un ejemplo de que sí se puede condenar a los corruptos y recibir el patrimonio que ha desaparecido de las arcas del país. Pero no es todo, posterior a este caso con antecedentes en nuestra justicia, no excepcional; el órgano tenido como rector del Poder Judicial pidió investigar a Henrique Capriles Radonski, ex candidato presidencial y ex gobernador del estado Miranda, por los mismos cargos que condenó a Nicolás Maduro.

En su acta final el TSJ legítimo también solicita que sean investigados los ministros Elías Jaua y Jorge Rodríguez, señalados   como sospechosos de haber perpetuado delitos de corrupción propios y legitimación de capitales. Se le pidió a la fiscal del Ministerio Público abrir la averiguación pertinente.

Con toda honradez, no se puede ser crítico de la disposición de un órgano tenido como legítimo por el hecho de hacer lo que no se ha atrevido el gobierno que nos rige: la de ordenar investigar, en este caso, a Henrique Capriles, perteneciente a las filas de la oposición. Creemos que es su deber y seguro estamos que, de llevarse a cabo la investigación, no será rehuida por el investigado por cuanto se  cumplirán todas las garantías del debido proceso que fueren concedidas a Nicolás Maduro.

Henrique Capriles goza de mi estima como funcionario probo de un gran talante democrático y con una hoja de servicio de exhibición sin mácula. En diferentes oportunidades he escrito sobre el particular. Tengo entendido de que en sus 19 años de servicio en la administración no se le ha comprobado alguna irregularidad o acto de corrupción; y que frente a la investigación que se le ha ordenado estará dispuesto a enfrentarla sin condicionar la legalidad de los que la ordenaron. Ha dicho: “Que se investigue lo que  tenga que investigarse; eso sí, sin falsedades y sin objetivos pocos transparente… El que no la debe no la teme”, adelante  Henrique; seguro estamos de que tu honradez te absolverá.


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