Aún no terminamos de procesar la indignación que nos ha generado a la Venezuela humanista y decente el criminal operativo ordenado por la cúpula de la dictadura contra un grupo de los jóvenes rebeldes que, persuadidos de estar adelantando una lucha correcta por el cambio del país, desarrollaron una serie de actos de fuerza que la dictadura consideró ponía en peligro su estabilidad.

Refugiados en la población de El Junquito y ubicados por los cuerpos de seguridad del Estado, no cabe duda para ningún profesional de la seguridad que la forma cómo se cumplió la operación de sometimiento constituyó un acto criminal. El uso desproporcionado de la fuerza, la negación del sector oficial a aceptar la negociación ofrecida por el líder del grupo y la saña con que les acribillaron convierten ese evento en un grave crimen de guerra.

No hay forma de justificarlo, de defender la brutal desproporción de la fuerza aplicada ni mucho menos la presencia de delincuentes investidos de la función policial para cargar con premeditación y alevosía el operativo de “muerte a los traidores”. Pusieron en evidencia la naturaleza inhumana y sanguinaria que caracteriza a la cúpula política y militar del régimen.

Ha quedado, una vez más, desnudo el socialismo del siglo XXI. Han mostrado su debilidad intrínseca. Ordenar la muerte de unos rebeldes que ya estaban rendidos, que no habían producido ninguna baja, evidencia, además de una tremenda inseguridad, una gran debilidad política y militar. Buscaron enviar un mensaje a todos los operadores de seguridad. Si deciden rebelarse contra la dictadura les espera la muerte.

Es el mismo mensaje enviado durante las actividades de protesta ciudadana cumplidas durante el año 2017, en las que la dictadura asesinó a más de 140 jóvenes.

Protestar en la calle conlleva el riesgo de perder la vida. Los grupos paramilitares de la dictadura, conocidos como colectivos, y las propias fuerzas militares y policiales tienen la orden de disparar a matar para disuadir la protesta.

La violencia criminal es consustancial al chavismo. En estos próximos días, el 4 de febrero, recordaremos su irrupción pública con una brutal acción de guerra, que dejó más de 100 muertos en su primera operación.

Los herederos de esa cultura de la muerte no creen en los valores de la democracia. En la alternancia del poder por el voto. Para ellos el poder se busca y se defiende por la fuerza.

Recordemos las frases de Aristóbulo Istúriz en una ocasión (refiriéndose al control de cambio) cuando expresó: “Y nosotros no nos podemos dejar tumbar. Primero que nos maten…”.

Para la camarilla roja, de la cual es miembro Aristóbulo, todo pasa por la muerte. Como no se pueden dejar matar, entonces ellos mandan a matar.

Eso fue lo que ocurrió en El Junquito. La camarilla roja pensó que someterlos con las reglas de la seguridad democrática era dejar abierta la puerta para que otros ciudadanos buscaran soluciones de fuerza, o actos desesperados; fruto de su sistemática burla a las reglas más elementales del juego democrático y angustiados por las penurias generadas por el desastre socioeconómico del socialismo bolivariano. 

La masacre de El Junquito no se limitó a la brutal liquidación del grupo rebelde, encabezado por el ex policía Oscar Pérez. No les pareció suficiente haberlos masacrado. La vejación siguió a su muerte, con los cuerpos y con las familias de las víctimas. El grotesco proceso de inhumación de los cadáveres volvió a demostrar la bárbara naturaleza de la camarilla gobernante. Al mejor estilo de las peores dictaduras latinoamericanas del siglo XX les negaron a sus familias la posibilidad de hacerles sus funerales y de acompañar dignamente a sus seres queridos a la última morada.

La dictadura chavista enterró por su cuenta a sus víctimas. Escogió el lugar de su sepultura e impidió su velación, así como el póstumo homenaje que diversos sectores de la sociedad hubiesen querido hacerles a los valientes jóvenes que desafiaron la fuerza brutal del aparato represivo del Estado.

Es evidente que los jefes de la barbarie roja se sintieron temerosos de la reacción ciudadana, por su sanguinaria decisión de eliminar físicamente a estos atrevidos adversarios. Por ello les confiscaron a las familias de las víctimas su derecho de enterrarlos dignamente.

Esta masacre, que la dictadura decidió llevar adelante para enviar un mensaje de amedrentamiento a todos los que les desafíen por las armas, antes que producir ese objetivo, está soliviantando los espíritus del alma nacional.

Una ola de indignación recorre toda la geografía física y espiritual de la patria venezolana. Nuestro pueblo repudia desde lo más profundo de su ser tanta vileza, tanta violencia. Más indignación aún produce oír a los voceros de la dictadura tratar de justificar dicha masacre.

Como desasosiego genera apreciar el silencio de quienes en el pasado eran los paladines de las denuncias por las violaciones de los derechos humanos. Entonces estaban en el Parlamento, en los medios de comunicación, en las universidades y en las calles gritando su protesta. Hoy en día su silencio los delata. Los muestra como seres llenos de falsedad y como corifeos felicitadores de esta barbarie.

El mundo y el pueblo venezolano han vuelto a verles el rostro inhumano y sanguinario a los hombres de la revolución bolivariana. Como delitos de lesa humanidad, su proceso y castigo no prescribe. Podrán tener unos días de impunidad y protección, dada la complicidad de todo el sistema de justicia que forma parte del mismo entramado autoritario. Pero pronto amanecerá el día en que todos ellos deban responder ante la justicia por este abominable crimen y por toda la barbarie de que han llenado la patria venezolana.


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