¿Que si pican? Duro, ¿qué digo? Durísimo. Los rojos pican fortísimo y dejan una roseta protuberante ahí donde marcaron con su implacable saña. Los hay de todos los tamaños y, dependiendo del lugar, en cantidades nada desdeñables. A finales de la década de los años ochenta los trabajadores informales (para ese tiempo la sociología latinoamericana los denominaba buhoneros) ya eran legión en calles y avenidas de las principales urbes y ciudades más o menos grandes del continente y, obviamente, Venezuela no se quedaba atrás. La izquierda venezolana de las postrimerías de los ochenta atribuía su proliferación e irracional reproducción a la naturaleza misma de la formación económica-social del modo de producción capitalista y decía (la izquierda, quiero decir) que en el futuro la sociedad socialista acabaría de raíz con esa endemia social que chupaba la sangre de la sociedad en desmedro de la economía formal consubstancial a toda sociedad más o menos normal que se rige por unas leyes que garantizan su cumplimiento, mal que bien.

En el mercado de las pulgas de Maracaibo tú encuentras de todo: desde una aguja hasta un paquete de picadura para fumar en pipa. En Catia, igual. De todo, de todo todito, lo que preguntes, por respuesta ipso facto dice el bachaco: te lo tengo. Azúcar, café, spaguettis, arroz, harina de maíz y trigo, mantequilla y margarina, salsas (las que busques). Igual ocurre en Tucupita, Maturín o Cumaná o Nueva Esparta. Todo el país es un inmenso bachaquero implacable e inmisericorde. La gloriosa guardia nacional bolivariana pasa diariamente frente a sus narices y si no recibe “órdenes” superiores, si me has visto no te acuerdas. Igual ocurre con la Sundee. Únicamente cuando se han suscitado violentos saqueos de negocios o establecimientos comerciales acometidos por enardecidas turbas hambrientas y las lamentables escaramuzas de tierra arrasada ha dejado a su paso pérdida de vidas humanas y comercios devastados por el hurto famélico, entonces al día siguiente se observan piquetes de la “honorable” guardia nacional acompañados de funcionarios gubernamentales denominados fiscales de precios o contralores de precios justos que, cual saludo a la bandera, pasan menos de una media mañana amenazando con cárcel y expropiación de negocios a pequeños y medianos comerciantes si “continúan” vendiendo los productos de primera necesidad al precio que les sale del “forro de la boina”Es triste y lamentable ver y constatar que ahí donde la semana pasada había una tienda de zapatos, ropa, lencería… de la noche a la mañana véase convertida en una frutería y verdulería donde se expenden vituallas y demás productos comestibles precederos de la dieta básica o diaria del connacional. Las calles, esquinas, cuadras, manzanas, redomas, plazas y todos los espacios públicos son tomados por los inefables bachacos. Un amigo sociólogo natural del Delta del Orinoco y avecindado desde hace un poco más de cuatro décadas en Maracibo me recuerda por el chat de WhatsApp que los bachacos negros, denominados tangatanga no se conforman con picar hasta matar a sus oponentes sino que se los comen una vez muertos. Y no es una metáfora; es dolorosa y lancinante realidad antropológica: el canibalismo antropófago que instaura la infernal lógica del bachaqueo inhumano da pie para pensar en lo que un estudioso académico de la fenomenología de la estructura societal gustaría llamar el fin de la oeconomie o como prefieren decir los griegos, el fin de la oikonomie.


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