América Latina aún no termina de dar señales suficientes sobre su verdadera capacidad para innovar. La innovación como imperativo del crecimiento económico aún no es concebida y mucho menos observable en la actuación del Estado. La innovación no se visibiliza como forma visionaria para orientar la política y la economía. Más bien, la innovación se presenta altamente fragmentada, y muy por el contrario de lo que algunos analistas quieren hacer ver, la innovación apenas se muestra en una minoría de casos exitosos, que no son tampoco observables en todo el concierto de países de la región.

Al mismo tiempo, están ocurriendo dos fenómenos nunca antes vistos en la dinámica que venía desarrollando el cambio tecnológico.

Primero, es el hecho de que se están generando de forma acelerada nuevas olas tecnológicas. Ya no se producen una detrás de otra, sino, más bien, varias al mismo tiempo. Ciertamente, las etapas de desarrollo tecnológico experimentadas hasta hoy por los países industrializados y emergentes se construyeron con paradigmas de producción y de desarrollo tecnológico anteriores, con base en el paulatino desarrollo de sus capacidades tecnológicas. No obstante, este desarrollo tecnológico que se venía comprendiendo en buena parte por la teoría del alto desarrollo que en 1958 postulara Hirschman, ya no luce suficientemente fuerte, sobre todo cuando se pretende analizar la dinámica del cambio tecnológico y la innovación. Hirschman afirmaba que el desarrollo generaba una modernización y esta impulsaba otra nueva. Lo que hoy ocurre es que la modernización tecnológica está generando simultáneamente tipos específicos de capital de conocimiento, los cuales a su vez impulsan otros nuevos.

Segundo, mientras más se acelera el cambio tecnológico más compleja se hace la política de Estado, fundamentalmente en su capacidad para transitar hacia la economía de la innovación. Y más complejo es el efecto del cambio tecnológico en la economía de los países de América Latina. Estos países, por una parte, intentan responder ante este cambio con una política centralizada pretendiendo incrementar tanto la inversión en ciencia, tecnología e innovación como activando la vinculación del sector productivo con el sector académico. También se observa que el cambio tecnológico, ha colocado a la innovación misma como el epicentro del problema y la estrategia para enfrentarlo. Esto ha provocado que los actores del sistema nacional de innovación (SNI) actúen como «autómatas» para generar capacidad que no poseen. Y es que, entre otras cosas, el sueño de las patentes está bloqueando el progreso tecnológico nacional posible y, asimismo, la toma de decisiones para promover la investigación y el desarrollo (I+D).

Todo esto quiere decir que muy probablemente lo que está ocurriendo –aún falta comprobarlo– es que el cambio tecnológico en lugar de activar, cohesionar y hacer eficiente el SNI en los países latinoamericanos, lo que está es radicalizando su mal funcionamiento y al mismo tiempo está aumentando el nivel de desvinculación de los actores del sistema. El efecto más visible sería el desgaste de la política estatal en el campo de la innovación.

Por escenarios como estos es que están surgiendo serios cuestionamientos sobre la actuación de los actores del SNI. No puede haber innovación real y sostenible y no puede uno siquiera iniciar la innovación sin integrar en el espectro de la política las capacidades: institucional, financiera y de vinculación de la demanda con la oferta de conocimiento.

No puede haber innovación con un Estado que centralice la política de investigación y no la haga constitutiva de la actuación de los actores del SNI. No puede haber innovación con un Estado que confunda ciencia con investigación y que subestime a estas alturas la I+D y el impacto económico de ellas en la creación de nuevos patrones de crecimiento económico; y que además no exija reorganizar el sistema de formación y producción de conocimiento en las universidades y los centros de investigación.

No sería posible la innovación sin financiamiento para la I+D pública en todas las disciplinas, y fundamentalmente para la investigación potencial con aplicación comercial. No sería posible la innovación sin financiamiento para promover la creatividad, el conocimiento y el capital de riesgo en todos sus niveles, y con lo cual se permita cohesionar a los actores del SNI. No sería posible la innovación con recortes presupuestarios a las universidades que limitan la conformación del mayor capital de conocimiento. Tampoco sería posible la innovación en ausencia de procesos flexibles y menos burocráticos que faciliten el financiamiento público y privado.

No tendría lugar la innovación en países donde la desconexión entre el sector productivo y de investigación sobrepasa 80%; donde los universidades no son creíbles en el contexto de la rentabilidad económica por parte del empresario; donde la oferta de investigación no está básicamente orientada a la demanda social y económica concreta, ni tampoco a la demanda hacia el futuro. No tendría lugar la innovación con un sector productivo que al margen de la economía importadora no acepta convivir con los preceptos de la nueva economía; la de la innovación, la de la economía real y la de la economía inteligente. Sería imposible la innovación con universidades que actúan como ministerios públicos; con una alta burocracia y con un alto nivel de deficiencia administrativa que no permite la construcción de las bases para generar capacidad innovativa. No tendría lugar la innovación sin eficiencia universitaria y con una abultada estructura operativa institucional desconectada al interno que no articula procesos ni genera resultados. No tendría lugar la innovación sin una cultura del riesgo y del manejo de la creatividad ante las incertidumbres. Estos no son precisamente atributos de los empresarios y los académicos latinoamericanos.

Al final, la interrogante resultante continúa siendo ¿cómo sería verdaderamente posible la innovación en los países de América Latina?


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