El triunfo de Hugo Chávez en las elecciones presidenciales venezolanas de 1998 fue el primer eslabón de un andamiaje de gobiernos de izquierda en Latinoamérica, que con notables diferencias en criterios y formas de gobernar entretejieron un sistema de respaldos y solidaridades sobre la base de un desplazado criterio de autodeterminación entendido como soberanísima soberanía, en contracorriente de los preceptos de la recién aprobada Carta Democrática Interamericana suscrita por todos los países del continente, excepto Cuba, y la corriente mundial de otorgar carácter supranacional a los derechos humanos y a la democracia.

Este proceder fue especialmente ostensible en el caso del gobierno de Chávez, quien desde muy temprano mostró sus intenciones autoritarias y en no pocas oportunidades su desprecio hacia la OEA, organismo competente para el mantenimiento de la democracia en la región, escenario donde los gobiernos hermanados con el venezolano terminaron por tener una mayoría que abarcaba desde pequeños países que congregados en el Alba y Petrocaribe se veían beneficiados por la chequera venezolana, hasta los más poderosos, como los casos de Argentina y Brasil, también beneficiarios de jugosos negocios con el estrafalario comandante.

El decano indiscutible de esa congregación era el brasileño Lula Da Silva; tenían peso también el icónico Pepe Mujica, Rafael Correa, Evo Morales, Daniel Ortega y la pareja Kirchner. Gobiernos de izquierda más distanciados del caudillo venezolano y otros países de América Latina que no giraban en la misma órbita actuaron con inercia aprobatoria hacia la confabulación de este eje dominante, con lo cual la OEA dejó de cumplir el papel que le correspondía, en lo cual influyó la abúlica complicidad del secretario general Insulza.

El reemplazo de buena parte de estos presidentes de la izquierda, la designación de Almagro como secretario general de la OEA, el descrédito del gobierno de Maduro tanto por la ruina del país como por su destape opresor y el fin de la década dorada de las materias primas, han coincidido en un importante giro del ambiente regional hacia Venezuela. Los países fundamentales del continente reunidos en el grupo de Lima, Estados Unidos incluido, y de Europa condenan la dictadura de nuevo cuño. Pero la dictadura venezolana resteada en su decisión de permanecer en el poder ha decidido ignorar este inédito consenso internacional.

Quizás el quid de esta paradójica situación esté en la debilidad de la oposición interna y su forma más alarmante sea su división y camorra intestina. La indispensable unión y fortalecimiento de las fuerzas democráticas venezolanas es un clamor desoído por los partidos que la integran. Pero la unidad no solo ha de ser de los partidos, sino también de empresarios, sindicatos y otros sectores de la sociedad civil que tienen el deber de liderar una respuesta que ponga freno a la impunidad con la cual el gobierno avanza en las arbitrariedades y se sostiene a pesar de la gangrena que lo corroe en todos los órdenes.

Ese vacío de liderazgo interno sin duda ha favorecido que algunos actores internacionales hayan confundido su papel tornándose en actores políticos inclinados hacia algunas tendencias, lo que profundiza más la división. Un tema ahora visible y muy relevante a tener en cuenta.


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