Entre el cielo y la tierra solo hay aire, pero lo que tratamos de encontrar entre el régimen bolivariano y nosotros no es aire, sino oxígeno. Este elemento químico se ha convertido en la Venezuela de la hora actual en sinónimo de reunión de amigos, en galería de arte, exposiciones, libros, conferencias, obras de teatro y presentaciones de libros, porque son actividades en las que respiramos, nos vemos unos a otros, nos identificamos en medio del desastre y las carencias, víctimas del horror y de los disparates políticos. En estos encuentros no solo brota la vida sino que adquiere corporeidad en las voces y en los esclarecimientos. Ese aire de vida es el espíritu del país que no se doblega, que sigue su curso no obstante las esclusas, perversidades y parapetos que tratan de atajarlo, borrarlo o sepultarlo en los pantanos del olvido.

El aire es uno de los cuatro elementos de la cosmogonía. Se dice que junto con el fuego es activo y viril mientras que el agua y la tierra son femeninos y pasivos. Pero cuando se lo proponen, son feroces: cuando se alían el aire, el fuego y el agua aparecen los ciclones, las tempestades y catastróficos huracanes como si conspiraran y castigaran la tierra.

Se pensó que, al emerger del caos, la primera manifestación fue el fuego, pero luego tomó fuerza el aire por su naturaleza más abarcable de espíritu, de hálito. Es viento y respiración, pero de igual manera es palabra, verbo y repercusión; vida invisible: acaso lo más cercano a la presencia de Dios porque es una suma, una totalidad que reúne o sirve de enlace a olores, perfumes, vibraciones, luces y resonancias. Nietzsche sostenía que el aire es una materia tan tenue y delgada que terminaba por confundirse con la libertad. Hay una definición de ballet que me gusta: “Es lo que queda en el aire después de que el bailarín pasó por él”

Aspiramos el aire y lo exhalamos y al hacerlo sostenemos la vida y luego le damos forma y color y la expresamos a través de la palabra. No en balde, Ángel Rosenblat llamó la palabra con nombres alados: “Soplo sonoro, aire herido, aire musical, humo de la boca”, que si bien se desvanece en el aire es capaz, sin embargo, de transmitir odio y amor, deseo y voluntad, dolor y alegría y fijarse en papel, pergamino, mármol, celuloide (aparecer en la pantalla del ordenador) y viajar por todas las lejanías y perpetuarse por los siglos de los siglos.

El universo entra en nosotros cada vez que respiramos y, sin saberlo, nos integramos al ritmo que marca el propio universo. Dice Jean Bies en Resurgencias del espíritu en un tiempo de destrucción que la respiración reproduce a nivel humano los movimientos de involución y evolución que ritman el macrocosmos. Bies afirma que se trata de una actividad sagrada; un aire que hay que respirar con veneración.

Fue, sin duda, el que respiró Colón cuando vio maravillado las manadas de papagayos que oscurecían el sol; las mil maneras de árboles y sintió los aires sabrosos y dulces de toda la noche… aires diferentes a los que ofenden los sentidos venezolanos en estos tiempos de agobio. El mandatario, torpe e inhábil adopta aires de ridícula grandeza, pero tambalea, se enreda en sus mismas palabras, hace trampas y causa maltratos, disfruta con los olores encerrados en los sótanos de las torturas o en las ásperas y rígidas órdenes que se escuchan en los cuarteles y crispan la vida civil. Las emanaciones petroleras son sustituidas por la rentable fetidez del tráfico de drogas como si el país que nos (des)gobierna navegara por un prepotente y caudaloso Guaire que arrastra sus detritus en medio de la indiferencia de los propios venezolanos.

Aires de muerte y soledad recorren también las páginas de numerosos y celebrados textos literarios, porque la muerte, al igual que el nacimiento, es el acontecimiento mayor. Es la sombra, y guarda hacia el que va a morir un sorprendente aire de familia que se explica por el tiempo que han permanecido juntos; de seguro, tendrán los mismos ojos; quizás no se traten entre ambos o lo hacen con fingida cordialidad, pero se conocen desde Alfa y con más razón ahora que llega Omega, es decir, la soledad convertida en el último hálito, un soplo helado a veces o un vaho tibio y visible como el de la respiración bajo el invierno. Para algunos, una música tan gloriosa como el silencio que habrá de acompañarnos durante el viaje por los resplandecientes caminos de la oscuridad; para otros es un contratiempo, una fatalidad, la desgracia que inútilmente se ha tratado de mantener alejada como si fuese un pariente caído en desgracia.

Navegan los pájaros por todos los aires y hay un ruiseñor ebrio que aletea en un dedo de la mano del poeta chileno Vicente Huidobro y “tengo –dice Huidobro– tu rostro entre mi manos/ Oh, aire dulce retrato del aire”. Pero como nuevos pájaros insólitos navegamos en aviones que no solo soportan su propio peso sostenidos en el aire, sino el de sus confiados pasajeros y llegamos a San Juan de Capistrano, junto a las golondrinas que durante 30 días han recorrido, inexorables, 6.000 millas viendo morir a muchas de ellas en la travesía y la gente se agolpa en Capistrano para verlas llegar puntualmente, el 19 de marzo a la hora exacta y se marchan en octubre de regreso a Goya, en Corrientes, Argentina, mientras Huidobro y todos nosotros seguimos pegados a nuestra muerte “como un pájaro al cielo”.


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