En Venezuela se celebraron elecciones confiables a partir del 7 de diciembre de 1958. El entonces el Consejo Supremo Electoral ofrecía garantías de imparcialidad y de respeto a los resultados electorales. Los factores políticos se ocuparon de elegir para el organismo a venezolanos de prestigio y reconocidos por su probidad. El primero de ellos fue Fidel Rotondaro, quien ocupó la presidencia del CSE en los primeros comicios celebrados al amparo del Pacto de Puntofijo.

Al frente del organismo electoral destacaron venezolanos que manejaron los distintos comicios con equilibrio y armonía. En la larga lista de distinguidos venezolanos que ocuparon la presidencia del CSE, destaca la figura de Carlos Delgado Chapellín, quien estuvo a cargo por el largo periodo 1975-1990, en vista de que se había ganado la confianza del sector político, por sus habilidades para manejar situaciones complejas.

El sistema electoral que se había consolidado en la democracia fue lo que permitió el triunfo de Hugo Chávez en las elecciones de 1998. Dicho triunfo fue reconocido sin ambages y este pudo asumir pacíficamente el poder, para de inmediato jurar ante “la moribunda” Constitución. Como consecuencia de ello, la izquierda radical estalinista-castrista con su dogmatismo y prejuicios, sobre los lomos del militarismo logró lo impensable: conquistar el poder por la vía electoral en la que no había creído en la década de los sesenta.

Los movimientos marxistas-leninistas cuando llegan al poder es con vocación de permanencia. No suelen tener la intención de soltar el gobierno cuando la voluntad popular demanda un cambio en la conducción del Estado. Necesitan, además, mucho tiempo para poder materializar sus planes destructivos. De ahí vienen los simulacros electorales, en los cuales se escogen, incluso, a los contendores, como es el caso de Nicaragua, donde solo pueden participar en la contienda quienes han sido escogidos por quien domina el órgano electoral. Elecciones transparentes y con organismos imparciales en manos de personas que merezcan el respaldo de los diversos sectores políticos, no son características de este tipo de esquemas.

Cuando los revolucionarios toman el poder, lo hacen para ejercerlo “como sea”, porque como afirma el premio Cervantes 2017, Sergio Ramírez, en su magnífico libro Adiós muchachos: “Una propuesta de cambio radical necesitaba de un poder radical […] un poder para siempre”, es decir, un poder que no se entrega fácilmente. Bajo este manto conceptual se entienden las estratagemas que han venido estableciéndose en el sistema electoral venezolano, el cual no garantiza la alternancia en el poder. Si el madurismo quiere contarse en unos comicios, y demostrar legitimidad a la comunidad internacional, debe cambiar el Consejo Nacional Electoral, liberar a los presos políticos, dejar sin efecto las inhabilitaciones y disolver la asamblea nacional constituyente. De lo contrario, todo lo que se haga será una farsa que no será reconocida por las democracias occidentales. Todo esto perjudica al proyecto hegemónico, que ya ha logrado granjearse el repudio de la comunidad internacional. La reacción del Grupo de Lima, así lo demuestra.

Frente a este cuadro aparece un nuevo elemento de perturbación para la democracia, como lo es la propuesta de avanzar también las elecciones parlamentarias. Todo lo que se ha dicho sobre la ilegitimidad de la convocatoria por parte de la ilegítima constituyente en relación con las “elecciones” presidenciales aplica para esta nueva amenaza. En efecto, lo que se haga al amparo de este sistema electoral no será reconocido por la comunidad internacional. Se trata de más de lo mismo: de emboscada en emboscada se pretende esquivar la consulta a los venezolanos.

Si los miembros de la nomenklatura chavista-madurista quieren que Venezuela vuelva a ser un país viable, deben permitir la creación de un poder electoral confiable, como el que le permitió a Hugo Chávez llegar al poder por la vía del voto. Solo así será posible que la oposición participe en elecciones presidenciales o parlamentarias.


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