Finalizaba julio de 1976, me faltaba poco para cumplir los 20 años, y era novio de Graciela Ibarra León. Casi todas las tardes nos reuníamos en Plaza Venezuela para irnos a la fuente que entonces estaba al costado derecho de la entrada a la autopista. Lo habitual era meternos a la cafetería que entonces estaba abajo de los surtidores y luego sentarnos a ver los chorros de agua mientras hablábamos de cualquier cosa que nos viniera a la mente. Esa tarde en particular nos conmovió y llenó de profunda desolación a ambos cuando vimos un pregonero anunciando El Mundo, y el titular a todo lo ancho del periódico anunciaba el asesinato de Jorge Rodríguez. 

Un medio (0,25 céntimos) costaba el diario, y lo compramos. Nos sentamos en la acera, indiferentes a los toques de bocina y mentadas de madre de los conductores que no entendían la presencia allí de aquel greñudo y aquella diminuta mujer, y lloramos leyendo la noticia del asesinato del fundador de la Liga Socialista. Terminamos de leer y nos fuimos al interior de la Universidad Central de Venezuela, caminamos hasta el Aula Magna y en medio de un riguroso silencio, logramos colarnos entre la masa inmensa que plenaba el auditorio. Costaba creerlo, pero allí, bajo las adoradas nubes de Alexander Calder estaba la urna con los restos de Jorge.

El escándalo nacional ante una muerte tan absurda fue unánime. La respuesta oficial fue digna de recordar en estos días a los de turno en el poder. El director de la Disip fue destituido y los agentes devenidos en criminales: Braulio Gudiño La Cruz, Guillermo Zambrano Salazar, Itamar Ramírez y Juan Álvarez Díaz fueron presentados ante un juez. Por cierto, el juzgado tuvo que designarles defensores de oficio, para ellos no hubo abogados de postín, como sí los han tenido los narcosobrinos.

Comparo aquella muy lamentable situación con las imágenes del pasado 23 de diciembre de Roberto Picón, Alfredo Ramos, Carlos Pérez, Betty Grose, Arístides Moreno, Danny Abreu y otros siete compañeros trasladados a la sede de la «asamblea nacional constituyente», donde fueron recibidos por la hija de aquel hombre asesinado por las fuerzas policiales del régimen democrático. Los gestos y cháchara de este abyecto personaje, deshonrando la memoria de su padre, al fungir de gendarme benevolente fueron nauseabundos.

Que esta escena haya ocurrido en vísperas de la Nochebuena me hizo pensar en el ensayo Poderes del horror de Julia Kristeva, y entre los muchos subrayados que le hice en su momento, creo que este retrata claramente lo que ello significó: «Todo crimen, porque señala la fragilidad de la ley, es abyecto, pero el crimen premeditado, la muerte solapada, la venganza hipócrita lo son aún más porque aumentan esta exhibición de la fragilidad legal».

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