El año 2017 culminó, como nunca antes, con un recurrente discurso político sobre la innovación como imperativo del futuro. Sin duda, la innovación se ha convertido en el paradigma de supervivencia de la sociedad de norte a sur y de este a oeste. Incluso, la innovación hoy ha hecho superar las expectativas que antes se tenían sobre su valoración en la creación de valor económico. La innovación apunta a ser como un todo en la sociedad.

De tal manera que la política que en torno a la innovación se piense, será la condición de los países para transitar con mejor pie hacia la economía y la sociedad de la innovación. Y es que no parece haber más dudas de que será la innovación la que describirá y diferenciará una sociedad de otra, un país de otro y un gobierno de otro.

Pero la innovación en el mundo no está generándose de la misma forma; ni con la misma velocidad ni con la misma inteligencia. En América Latina, tan solo tomando el ejemplo de la economía, esta no está siendo empujada por la innovación. Ciertamente, los gobiernos se empeñan en hacer un uso excesivo del discurso sobre su pretensión de aumentar la productividad por la capacidad científica, tecnológica e innovativa endógena. Sin embargo, la productividad como esfuerzo del uso del conocimiento es casi insignificante en el valor del PIB nacional.

En comparación con años anteriores, 2007 culmina con un mayor número de inquietudes que limitan el optimismo. La innovación como nueva visión de desarrollo y de fortalecimiento de la democracia o como elemento fundamental para generar bienestar social y reducir la inequidad no es aspiración de la gobernanza actual. Existe una desconexión de pensar y hacer política en correspondencia con la dinámica de la globalización y el cambio tecnológico.

Otro elemento que no resulta ser menos alarmante es el de pensar que la innovación puede crearse con simplicidad; identificando genios o inteligentes para desarrollar emprendimientos, aumentando la inversión para aumentar la productividad y la innovación, articulando la demanda con la oferta de conocimiento, creando polos tecnológicos o cambiando políticas por otras. Estas acciones cuando se analizan bajo la lectura de los informes anuales de 2017 sobre América Latina, elaborados por buena parte de instituciones del sistema internacional, hacen ver el muy bajo impacto de las políticas gubernamentales para desarrollar crecimiento real a través de la innovación.

Quiere decir esto que es notable la ausencia de una estrategia de desarrollo económico basada fundamentalmente en la creación de capacidades endógenas innovativas. El capital de conocimiento no termina de formar parte del imperativo de la nueva forma de creación de riqueza y, en consecuencia, la actuación de los actores del sistema económico y de innovación permanece dormida en la vieja economía.

La región latinoamericana sucumbe en lograr armar «gobiernos inteligentes» para enfrentar los desafíos de la economía en modo de la innovación o en mantener «gobiernos inoperantes» que radicalizarían la condición de subdesarrollo y de dependencia económica.

En condiciones las cuales los gobiernos se caracterizan por un alto nivel de analfabetismo tecnológico, polarizan políticamente la sociedad y envisten la nueva política con viejas formas populistas, tendrá que ser la misma sociedad (actores e instituciones) la que construya nuevas ramificaciones para la participación política y ejerza mayor presión en la creación y ejecución de políticas gubernamentales cónsonas con las nueva demanda social y económica que se impone.

Este será el reto más importante para la región en 2018. La región latinoamericana tendrá que prescindir tanto de la «política de la ignorancia» como de la «ignorancia de la política».

2018 es un año de definiciones hacia la sociedad del futuro. Y pareciera ser también el límite para la región en su pretensión de transitar hacia la economía de la innovación.

Se requerirá pensar en la innovación con menos arrogancia. Será necesario avanzar en la creación de una estrategia nacional de forma más plural e inclusiva. Las universidades junto con los actores económicos y sociales tienen ahora, como nunca antes, la responsabilidad de orientar a la sociedad toda hacia la nueva economía.


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