Las protestas venezolanas han sacado a la luz muchísimos actos de heroísmo, de dignidad básica, de expresión aún libre luego de casi dos décadas de domesticación autoritaria. La mujer parada frente a la tanqueta, el hombre desnudo, los cacerolazos a las comitivas chavistas, los tirapiedras contra la ballena, los músicos frente a los piquetes, los voluntarios médicos auxiliando gente, los grafitis que denuncian al dictador y se cuelan en la improvisada propaganda oficial. Son todos actos de nobleza y de entrega física a unas ideas por las que -está demostrado- te pueden torturar, matar o desaparecer. Lo que está pasando en Venezuela es algo que no se ve frecuentemente en naciones acomodadas, de convicciones líquidas y donde la política es poco menos que un deporte más.

Pero no es la primera vez que nos ilusionamos con el cambio y que sentimos que está cerca. No es la primera vez que sentimos que este cúmulo de buenas intenciones y acciones van a desembocar en un cambio irreversible. Veo tanto horror, tanta maldad desatada en Venezuela, que se me ocurren pocas cosas tan trágicas como pensar que, quizás, las protestas no sirvan para nada. ¿Qué queda si todo esto falla? Si los chavistas siguen mandando, con sus videos jugando beisbol, con su bochinche salsero, con su banalidad dictatorial, con sus muertos… ¿Qué pasa si todas las muertes fueron en vano? ¿Qué pasa si, una vez más, nada cambia? ¿Qué sacamos de esto? ¿Qué tenemos? ¿Qué nos queda?

En 1936 un grupo de estadounidenses, en su mayoría comunistas, comenzaban a organizarse en un batallón de voluntarios para ir al otro lado del Atlántico, a una tierra que no conocían, con la intención de defender la Segunda República Española de la sublevación militar que acabaría asentando al régimen fascista de Francisco Franco. Como ellos, casi 60 mil voluntarios de más de 50 países del mundo formaron parte de las Brigadas Internacionales que lucharon por la moribunda República. Albert Camus describió el sentimiento generado en los círculos intelectuales de izquierda de la siguiente manera: «Fue en España donde mi generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado, que la fuerza puede destruir el alma, y que a veces el coraje no obtiene recompensa».

El camino a España para la mayoría de estos voluntarios involucraba cruzar los Pirineos desde Francia guiados por contrabandistas para llegar en medio -justo en medio- de una guerra que acabaría con la vida de al menos medio millón de personas en menos de tres años.

Alrededor de 2.800 hombres y mujeres de todas las razas con escasa o ninguna instrucción militar previa formaron parte de la Brigada Lincoln. Unos 800 de ellos murieron en la primera línea de muchas de las batallas más importantes de la guerra. Y a pesar de que al regresar a los Estados Unidos varios de sus miembros fueron víctimas de la persecución anticomunista, el último sobreviviente de la Brigada, Delmer Berg, mereció un epitafio escrito por John McCain al morir en marzo del año pasado.

Durante décadas de brutal persecución, la dictadura española envió olas exiliados por el mundo. Uno de ellos, el escritor Luis Cernuda, acabó muriendo en Ciudad de México luego de 25 años en el exilio, sin alcanzar a ver una España gobernada por otros distintos a los que lo desterraron.

Pocos años antes de morir, Cernuda visitó una universidad estadounidense para hacer una lectura de su obra y luego del evento conoció a un soldado de aquella brigada de voluntarios estadounidenses. Más allá de lo que hoy en día sabemos sobre el comunismo, y sobre las atrocidades que también cometió el bando republicano durante la guerra, lo que nos trae hoy acá es el poema que Cernuda escribió a raíz de ese encuentro. Es un poema corto y que transciende las minucias mezquinas de la política para clavarse en un punto profundo y universal de la existencia humana. Más que un poema sobre la Guerra Civil española, o sobre el internacionalismo marxista, o sobre algún tipo de apología, creo que es un poema sobre la dignidad ante la derrota.

Y dice así:

“1936

Recuérdalo tú y recuérdalo a otros,

Cuando asqueados de la bajeza humana,

Cuando iracundos de la dureza humana:

Este hombre solo, este acto solo, esta fe sola.

Recuérdalo tú y recuérdalo a otros.

En 1961 y en ciudad extraña,

Más de un cuarto de siglo

Después. Trivial la circunstancia,

Forzado tú a pública lectura,

Por ella con aquel hombre conversaste:

Un antiguo soldado

En la Brigada Lincoln.

Veinticinco años hace, este hombre,

Sin conocer tu tierra, para él lejana

Y extraña toda, escogió ir a ella

Y en ella, si la ocasión llegaba, decidió a apostar su vida,

Juzgando que la causa allá puesta al tablero

Entonces, digna era

De luchar por la fe que su vida llenaba.

Que aquella causa aparezca perdida,

Nada importa;

Que tantos otros, pretendiendo fe en ella

Sólo atendieran a ellos mismos,

Importa menos.

Lo que importa y nos basta es la fe de uno.

Por eso otra vez hoy la causa te aparece

Como en aquellos días:

Noble y tan digna de luchar por ella.

Y su fe, la fe aquella, él la ha mantenido

A través de los años, la derrota,

Cuando todo parece traicionarla.

Mas esa fe, te dices, es lo que sólo importa.

Gracias, Compañero, gracias

Por el ejemplo. Gracias porque me dices

Que el hombre es noble.

Nada importa que tan pocos lo sean:

Uno, uno tan sólo basta

Como testigo irrefutable

De toda la nobleza humana”.

Todo venezolano de bien («los venezolanos que somos gente», diría Pocaterra) tiene algún nivel de frustración con su gentilicio. Hay sin duda una relación amor-odio con el colectivo porque reconocemos una infinidad de males idiosincráticos que nos persiguen cíclicamente. Todos, aunque sea en algún momento puntual de estos años, hemos pensado que Venezuela se merece al chavismo. Y frente a eso, frente a la absoluta desesperanza que han sembrado sobre nuestro destino colectivo, ¿hay mejor remedio que ver lo que están haciendo algunos ahora? Cuando se aprecia el nivel del sacrificio que tantos están activamente dispuestos a hacer no queda duda alguna sobre el potencial infinito de esas personas en una sociedad libre. No queda duda de que la recuperación es posible, de que no nos lo merecemos, y de que también hay algo muy noble y solidario en el seno de nuestra idiosincrasia.

Frente al saqueo, el clientelismo, el resentimiento, el bochinche que banaliza todas las causas serias y autosabotea todos los propósitos elevados, tenemos también toda una variedad de atributos positivos que dan la cara en momentos como estos. No somos, solamente, lo que el chavismo nos ha hecho creer.

Elijo ver estos destellos en las protestas no solo como actos de desesperación y hartazgo, pulsaciones de las tendencias irracionales que nos mueven desde lo inconsciente. Prefiero verlo como belleza, como lo mejor que el ser humano tiene para ofrecer y que solo puede ser exteriorizado en situaciones límites como estas. A nivel colectivo es una oportunidad de oro para tejer un nuevo mito nacional todavía más grande que la épica personalista de los libertadores y sacar algo positivo de toda esta desgracia. Porque hay también una capa debajo de todo esto que simboliza otra cosa: Redención. Lo que vemos hoy en día es, verdaderamente, la exteriorización de un pueblo despertando de la mentira.

Lo que nos queda de todo esto, incluso si somos derrotados, es una noción de patria escondida en el festival del horror, capturada para la eternidad y preservada para los que sigan. Nos quedan tantos unos, tantos testigos irrefutables de la nobleza humana, vestidos –o desnudos– con su fe y poco más. Nos queda el valor de la dignidad humana para mostrar cuando nos pregunten qué hicimos.

Aunque sea una foto, aunque sea un video pixelado y grabado en vertical, hay que dejar testimonio para que todos sean testigos. Resistir, aunque sea para un poema futuro, para ganar en la memoria. Luchar, aunque sea tan sólo para no darles el gusto.

Gracias por librar por todos.


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